Para situar correctamente los hechos que trastornaron mi vida, es necesario empezar por aquella noche de invierno, en la estación de Sirga. Había dejado de llover y, a pesar de que el frío era intenso y el ambiente muy desagradable, el hábito adquirido de salir a andar por la ciudad iluminada, pesaba más que la pereza de quedarme junto al fuego.
Me divertía contemplar el espectáculo que suponía la partida del tren rebosante de luces; la gente desconocida que pasaba por delante de mí y a la que nunca volvería a ver; la potente locomotora arrastrando la hilera de vagones y permanecer después en el andén hasta que este quedaba sumergido en la sombra.
Era el 4 de enero de 1985 y acababan de dar las nueve.
Fue en ese momento cuando vi por primera vez a la niña del violín.
Sentada en el banco más apartado, bajo los árboles desnudos, pequeña y solitaria, aparentaba no tener más de ocho años. Los pies juntos, dentro de unas botas abrochadas hasta media pierna, las manos dócilmente juntas en el regazo y el aire de sentirse aislada del mundo que la rodeaba.
Quieta igual que en una fotografía.
Su aspecto, su manera de vestir tan pasada de moda, la impresión que producía de haberse fugado de un orfanato inglés o de venir directamente del pasado, me llamaron la atención.
Tenía unos ojos inmensos, de un azul igual que el del mar, y la piel de un blanco como de lencería. “Debe de hacer mucho tiempo que no le da el sol”, pensé. El cabello muy rubio, casi blanco, peinado en dos trenzas severas y cortas, sujetas con unos enormes lazos que le quedaban a la altura del cuello y le enmarcaban el rostro. Su vestido me hizo pensar en un vestido de fiesta que hubiera sido arrastrado por el barro. Sin duda era impropio de la hora y de la época del año en que nos encontrábamos.
Sin embargo, no parecía asustada ni tampoco daba muestras de sentir la crudeza del frío.
Viernes 13 y otras historias inquietantes.
Rosa María Colom