Introducción
Jeremías ejerció su ministerio profético en Judá, en un periodo de franca decadencia, que abarcó desde el año trece de Josías, el último gran reformador y restaurador, hasta después de la caída de Jerusalén, sumando más de cuarenta años en los que abundó la idolatría, la apostasía, la soberbia y la rebeldía; razón por la que Dios decide castigar a su pueblo permitiendo que los caldeos, venidos de Babilonia y bajo el reinado de Nabucodonosor, tomaran Jerusalén y se llevaran cautivos a los judíos por un lapso de setenta años; eventos que Jeremías continuamente anunciaba, pero que, como Dios se lo advirtió desde que fue llamado, no solo no escucharon sus mensajes, sino que lo persiguieron azotándole y encarcelándole.
Esta primera parte del libro del profeta Jeremías, es un continuo llamado al arrepentimiento al pueblo que Dios escogió, pero que se alejó siguiendo cosas que como Dios mismo dice:”yo no les mandé, ni subió en mí corazón”.
A lo largo de estas profecías, se encuentra una descripción del panorama de Judá en los días previos a su caída: Los sacrificios humanos a dioses paganos en las afueras de Jerusalén, el incensar a los baales desde los tejados de las casas, y el culto a la reina del cielo, eran cosa común, y razón por la que Dios anunciaba el inminente cautiverio. Sin embargo, también se anuncia la restauración del pueblo judío, y el retorno de tierras lejanas a la tierra que Jehová les había dado, así como el establecimiento de un nuevo pacto en el que el Señor promete: “Daré mí ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer. 31:33); pacto que no sólo abarca a los judíos, sino que por la gracia de Dios y el sacrificio de Jesús nos hace partícipes también a nosotros que antes estábamos lejos, pero que hemos sido hechos cercanos por la sangre de Cristo (Ef. 2:13).