HACIENDO EL BURRO
Con ocho años fui por primera vez a una granja de vacaciones en verano y lo pasé genial. [...] Todo había ido bien en los primeros días de vacaciones hasta que se escapó el burro. En la granja teníamos clase de inglés por la mañana, y luego nos bañábamos, jugábamos un rato y dábamos de comer a los animales, que era lo que más nos gustaba. Había cerdos, ovejas, conejos, gallinas, palomas...Y también había un burro muy gracioso que se llamaba Orejas, y era muy malo y había que tener cuidado con él porque, aunque era muy juguetón y le gustaba estar con los niños, a veces se le cruzaban los cables y hacía alguna burrada. El caso es que por hacer una gracia, un día se escapó. Alguien debió de dejar abierta la puerta de la cuadra y él decidió irse a ver mundo, o a visitar a alguna burra amiga suya que viviera por allí cerca.

Orejas no se parecía en nada a Platero, el burro del libro que siempre nos leía Pepe Medina, el encargado de la biblioteca de nuestro colegio [...]. Digo que no se parecía en nada porque Orejas no era ni pequeño, ni peludo, ni suave, como el del libro de Juan Ramón Jiménez, que así se llama el que lo escribió; sino grandón, pelado y burrísimo, y si te ponías detrás de él, te pegaba una coz que te mandaba contra la pared. Se debía de creer un futbolista, y que los demás éramos la pelota.

A nuestro monitor [...] se le ocurrió la idea de que había que ir a buscarlo, y le dio la manía de que fuéramos nuestro grupo al monte que había detrás de la granja, aunque estaba empezando a llover y hacía frío. […]

Se le ocurrió además la genial idea de que, para encontrarlo, en vez de llamarlo por el nombre, que ya te he dicho que se llamaba Orejas, rebuznáramos como hacen los burros, para que nos oyera y nos contestara, y así podríamos enterarnos de dónde estaba. Y había que vernos allí rebuznando bajo la lluvia por el monte, y armando un jaleo que asustábamos hasta a los conejos.

Al principio nos hacía gracia lo de rebuznar, y nos daba la risa, pero luego era muy cansado tanto: “¡Ijaaaa..., Ijaaaa...!”, y el único que sabía rebuznar de verdad era Aníbal, el monitor, que rebuznaba mejor que el burro. Cada vez que rebuznaba nos creíamos que había aparecido Orejas.

Cuando volvimos a la granja, afónicos de rebuznar, empapados y estornudando, el burro había vuelto solo. Tendría hambre, o lo que fuera. Y estaba tan tranquilo esperándonos en la cuadra y con cara de no haber roto un plato en su vida.

    José Luis Alonso de Santos, El niño bisiesto. Adaptación.
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